En los 45 días de guerra, Azerbaiyán y Turquía bombardearon iglesias, hospitales y casas. Turquía envió a sus fuerzas especiales y mercenarios yihadistas que cometieron crímenes de guerra. Por otra parte, las fuerzas azeríes bombardearon los bosques con fósforo blanco, generando un desastre ecológico. Además, los azeríes lanzaron bombas de racimo (prohibidas) contra civiles y atacaron con drones.
Las Naciones Unidas recién condenaron esto luego del fin de la guerra. Genocide Watch alertó sobre el peligro de genocidio contra los armenios y hoy alrededor de 100.000 personas perdieron sus casas y son refugiados.
Armenia perdió alrededor de 2.400 jóvenes en combate. Para un país de menos de tres millones de personas la cifra es enorme. A ello se suma el potencial genocidio cultural por la presencia azerí en monasterios e iglesias.
Esta guerra no estuvo exenta de retórica deshumanizadora cuando el presidente de Azerbaiyán, Ilham Aliyev, señaló que “expulsaría a los armenios como perros”.
El poder político lo tiene el clan Aliyev, que rige desde los años 90 hasta hoy. El poder pasó del padre al hijo, cuya esposa es la vicepresidenta. Además, en ese país, como en su aliado Turquía (segundo país con más periodistas presos en el mundo) hay censura y persecución contra la prensa.
También el actual presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, mostró una retórica xenofóbica al referirse este año a los armenios como los “restos de la espada.” En julio, Erdogan señaló: “Continuaremos cumpliendo esta misión que nuestros abuelos han realizado durante siglos en la región del Cáucaso.” La alusión al genocidio de los armenios de 1915 resuena en la frase.
Durante los 45 días del conflicto, miles de armenios en todo el mundo se han movilizado de forma pacífica para alertar sobre el peligro de otro genocidio. Lamentablemente, esas manifestaciones fueron atacadas en diversas ocasiones en Europa por grupos ultranacionalistas turcos llamados “lobos grises.” Además, el monumento a las víctimas del genocidio armenio en Lyon fue vandalizado.
Lamentablemente, no hubo sanciones contra Turquía y Azerbaiyán, que rompieron tres altos al fuego. El 9 de noviembre, el despliegue de las tropas de Vladímir Putin puso freno a las hostilidades e instó a Armenia y Azerbaiyán a finalizar la guerra.
El triste balance de esta agresión militar trasciende la región del Cáucaso y advierte al mundo sobre el peligro del avance de los totalitarismos, que utilizan el terrorismo y fomentan una retórica de odio. Los grandes perdedores de las guerras son la libertad y la dignidad de las personas. Ojalá que en este siglo XXI los regímenes que encarcelan periodistas, cometen crímenes y destruyen iglesias, monumentos y ciudades encuentren la condena ética de todos aquellos individuos que abrazan la libertad y la paz.
(*) Doctor en Historia por la State University of New York at Stony Brook y profesor en el Departamento de Estudios Históricos y Sociales de la Universidad Torcuato Di Tella